Cuando estudiaba bachillerato en el instituto, el profesor titular de Literatura, que era un desastre, estuvo unas semanas de baja. Lo sustituyó un tipo joven y en apariencia –al menos para los alumnos– extraño. Un día nos dijo que una de los peores errores que se podía cometer en literatura era ser apodíctico. Enseguida, claro, le preguntamos por el significado de aquella palabra, que desconocíamos. Y como consecuencia de todo ello, aquel profesor se quedó con un mote, que se hizo muy popular en el centro: “El apodíctico”.
Hoy, comparto plenamente aquella frase. Me cuesta aceptar una obra literaria si ha sido escrita con afán apodíctico y, sobre todo, rechazo todas las afirmaciones apodícticas que pretenden establecer lo “que es” y lo “que no es” literatura, aunque todos tengamos una idea formada al respecto. Últimamente leo muchos comentarios en esa línea. Los apodícticos son recalcitrantes y, por lo que deduzco, eternos. Una de las afirmaciones que me parece más disparatada –y anacrónica– es la que pretende asimilar lo literario con un premeditado tono poético del texto. Esto revela, entre otras cosas, la idea trasnochada que los apodícticos tienen de la poesía.
Lo que a mí me gusta de la literatura es que sea algo imposible de definir, o que tenga tantas definiciones como lectores. Lo que me apasiona de la literatura es que pueda ser una cosa y también lo contrario.