Voy a contar una anécdota, pero no voy a opinar, y no voy a hacerlo porque no sé muy bien qué decir. Lo que viví me produjo desconcierto y, dos días después, sigo sin saber cómo tomármelo.
La tarde del jueves estaba haciendo la compra en un supermercado grande. Gente con carros, cestos con ruedas, estantes con los productos clasificados… ¿Quién no ha estado en un sitio así? De repente, en un pasillo veo a dos niños y una niña, el más pequeño tendría siete años y el mayor unos diez; los tres llevaban el mismo uniforme escolar y estoy casi seguro de que eran hermanos. Además, su padre, con carro y lista de la compra, andaba por allí.
De repente, uno de los niños dice:
–Vamos a jugar.
–Vale –le responde otro–. Yo tengo cáncer.
–¡No vale! –protesta el primero–. ¡Yo quiero tener cáncer!
–¡No, lo quiero tener yo! –protesta el tercero.
Y los tres se enzarzaron en una discusión por ver quien, en aquel juego que he intentado imaginar, era el “afortunado” que tenía cáncer.
Eso fue todo. No sé qué pensar. Seguro que algunos sentiríais un escalofrío al oírlos. Yo no. Pensé: “Tal vez hayan conocido un caso cercano, quizá un niño como ellos, al que colmaban de atenciones mientras estaba enfermo y que, seguramente, se curó.” No tengo ni idea. Muchas veces oigo decir que hay que desdramatizar esa enfermedad y, en el fondo, estos niños lo estaban haciendo como la cosa más natural del mundo. ¡Los niños son así! Pero, ya lo dije al principio, no voy a sacar ninguna conclusión.