Imaginemos dos trenes de los llamados de cercanías que salen de la estación al mismo tiempo, pongamos que de Atocha, en Madrid. El uno, vamos a suponer, por la vía cuatro; el otro, vamos a suponer, por la vía cinco. A los dos se les ha encendido el verde del semáforo a la vez. Circulan muy cerca, aunque evidentemente sin rozarse. Los pasajeros de un tren ven perfectamente a los del otro, y viceversa. Como se trata de una estación muy grande de una ciudad muy grande, pasan los minutos y los dos trenes siguen en paralelo, tan juntos que parecen un mismo convoy.
Pero poco a poco, las vías comienzan a separarse. Los trenes van a la misma velocidad, pero entre ellos empiezan a interponerse otras vías, catenarias, vagones abandonados a su suerte, arbustos ennegrecidos, hierros oxidados que en otro tiempo debieron de tener alguna utilidad… Unos desmontes los separan definitivamente. El de la vía cuatro, vamos a suponer, recorre el norte de la ciudad; el de la cinco, vamos a suponer, el sur. Les espera un rosario de estaciones, donde tendrán que parar obligatoriamente para que entren unos pasajeros y salgan otros.
Cada vez están más lejos. El uno, al norte del norte; el otro, al sur del sur. Pero llegará un momento en que los raíles les obligarán a dar la vuelta y, al cabo del tiempo estipulado, volverán a encontrarse en la gran estación, cada uno en su vía, esperando otra vez a que el semáforo se ponga en verde. Y vuelta a empezar.
Podríamos imaginar la misma historia con trenes de los llamados regionales, con los de largo recorrido, con los de alta velocidad… La historia siempre es la misma