El jardinero es un hombre joven. Encontró el trabajo después de pasarse una buena temporada en el paro, dejando solicitudes y currículum por todas partes. Encontrar trabajo en lo que había estudiado le resultaba sencillamente imposible y a pesar de su licenciatura estaba dispuesto a hacer lo que fuese. Llevaba unos meses trabajando en una empresa que se encargaba del cuidado de los parques y jardines de la ciudad, que a su vez era una subcontrata de otra, que a su vez lo era de una tercera, que a su vez… El caso es que estaba contento por el hecho de tener un trabajo, que además no lo desagradaba. Trabajaba al aire libre, siempre rodeado de árboles y plantas. Tan pronto tocaba segar el césped, como podar los árboles, como recortar los setos, como renovar las plantas, como recoger las hojas caídas en otoño, como ajustar el riego…
El joven jardinero se sentía satisfecho cuando después de una jornada observaba el resultado de su trabajo –y el de sus compañeros–. Hacer bien las cosas se había convertido en una de las máximas de su vida. Hacerlo bien y, por qué no, sentirse orgulloso de ello. Quizá esa actitud, le hacía ser además un hombre extremadamente amable con los vecinos que disfrutaban a diario del parque. Esperaba que algún día, cuando mejorasen las cosas y pudiese encontrar un puesto acorde con los estudios y formación que tenía, esa máxima le seguiría acompañando siempre.
Una mañana, una señora de mediana edad, que no despegaba ni un instante un moderno teléfono móvil de su oreja, paseaba a su enorme perro por allí, o mejor dicho, dejaba suelto a su enorme perro por allí, a pesar de las recomendaciones en contra que se encontraban escritas en varios carteles. El perro a punto estuvo de tirar a un joven que paseaba en bicicleta y, con sus ladridos y gestos amenazantes, asustó a varias personas. La señora, con la cabeza muy alta, como si quisiera dar muestras de su altivez y al mismo tiempo de su indiferencia, seguía hablando por teléfono. Entonces el perro se detuvo en medio de un camino, dobló las patas traseras, apretó sus esfínteres y echó una cagada de campeonato.
El perro, aliviado, continuó su loca carrera, molestando a cuantas personas se cruzaban en su camino. La señora pasó delante de la mierda como si tal cosa. Fue entonces cuando el joven jardinero, que había contemplado la escena, le hizo un gesto con delicadeza y con un tono de voz sumamente educado se atrevió a hacerle la pregunta más lógica:
–¿No piensa recogerlo, señora?
La señora se volvió hacia él como un rayo, le fulminó con la mirada mientras apretaba los dientes y luego le escupió –o tal vez le vomitó– a la cara las siguientes palabras:
–¡Qué dices, imbécil! ¿Cómo te atreves a reprocharme algo con ese trabajo de mierda que tienes? ¡Muerto de hambre! ¡Recógelo tú, que no sirves para otra cosa!
El joven jardinero se acercó a una papelera, donde había bolsas para los excrementos de los perros. Tomó una de ellas y recogió la enorme cagada. Sólo en ese momento recordé que era Navidad; pero, al fin y al cabo, este detalle carecía de importancia.