Se despertaban, por lo general, con el zumbido del teléfono móvil de ella, que se entretenía un rato en la cama mirando el aparatito y pasando con dedos ágiles de una pantalla a otra. Esa era la primera imagen que él descubría de ella todos los días.
Solían desayunar juntos. Ella, se preparaba una tostada con una mano mientras que con la otra tecleaba a velocidad endiablaba en su móvil. Si él le preguntaba algo, casi nunca obtenida respuesta, pues ella, sonriendo bobaliconamente, estaba leyendo o contestando algún wasap, o algún comentario escrito en su Facebook, o algun mensaje. Ni siquiera había escuchado la pregunta de él. Si viajaban, él le señalaba algún paisaje, pero ella no veía más que el paisaje rectangular de la pantalla táctil de su móvil. Si, finalmente, conseguían hablar un rato, la conversación era interrumpida constantemente por zumbidos, crujidos, pitidos, campanillas y otros ruidos semejantes, pretextos para que ella atendiese a aquella jungla electrónica antes que a él. Si iban al cine, al teatro, a un concierto, ella quitaba el sonido del móvil, pero no por eso dejaba de mirarlo y de teclear sabe dios qué. Si hacían la compra, ella pedía la fruta o el pescado sin soltar el móvil, por el que no dejaba ni un momento de hablar ni de teclear. A veces, confundía al empleado del supermercado con un amigo, o viceversa.
Cuando se bañaba tenía el móvil en el borde de la bañera y estaba deseando comprarse un modelo acuático para poder sumergirlo en el agua. Ni que decir tiene que hacía sus necesidades en compañía del móvil, lo mismo que la comida, lo mismo que la cama. Como no tenía manos libres en el coche, conducía con el móvil pillado por un elástico del sujetador, para poder seguir hablando sin cesar. En el trabajo, guardaba el móvil en un cajón de su escritorio y cada dos por tres andaba tecleando cosas en él. Daba la sensación de que aquel artilugio estaba pegado a sus dedos, o mejor dicho, formaba parte de ella misma, como una prolongación de sus manos. Por la noche, ya en la cama, se inclinaba sobre el móvil sin apartar la vista ni un segundo de él, como si lo estuviese adorando; ya no veía la televisión, como hacía antes, ni leía un libro. Con esa imagen de ella, él se quedaba dormido y sentía que el abismo entre ambos iba creciendo sin cesar.
Un día, el abismo se hizo tan grande que él la dejó. Por supuesto, le comunicó su decisión a través de un wasap, pues de lo contrario ella no se hubiese enterado. Desde entonces, él asegura que se siente más feliz. De ella no sabemos nada.