Estaba pensando en escribir un nuevo comentario y tenía dos ideas rondándome por la cabeza. Una, sobre los dos males eternos de la humanidad: la religión y la política. Otra, sobre el café. Aunque parezca una frivolidad, diré cuatro cosas sobre el café. Quizá otro día tenga ánimo para escribir sobre la primera idea.
Soy cafetero, algo que he heredado por vía materna –mi madre tiene noventa y dos años y no se priva ni un solo día del café–, tomarlo no me sienta mal –más bien al contrario–, ni me quita el sueño –puedo tomarme un café a las doce de la noche y dormir a continuación como un tronco–. Me encanta todo lo relacionado con el café, empezando por las zonas donde se cultiva, en Brasil, o en el Colombia, en medio de unos paisajes realmente preciosos. Me gusta el olor a café recién molido, o recién hecho. Me encanta la cultura y los utensilios del café: cafeteras, tazas, platillos, azucareros, cucharillas, esos pequeños manteles…
Constato que vivo en un país donde gran parte de la población toma café: para desayunar, después de comer, a media tarde… Hay un abanico interminable de denominaciones para el café: solo, cortado, con leche, manchado, largo, doble, nube, carajillo, barraquito, capuchino, irlandés, árabe… Lo tomamos con tostadas, con todo tipo de bollería, con churros, con pasteles, con hielo… Y si esto es así, como parece, ¿por qué demonios cuesta tanto trabajo encontrar un sitio donde tomarse un buen café en este país? Por ejemplo, puedes pedir un café solo en diez cafeterías y ninguno te sabrá igual –aunque la marca del café y de la cafetera sean las mismas–, y además sus efectos también serán dispares: quizá uno te produzca dolor de tripas, otro te deje un sabor a cañerías en la garganta y otro te obligue a ir corriendo al aseo.
Hace unos años, en mi barrio, había un bar, La Lata, que hacía un café magnífico, aunque creo que gran parte del mérito era de Rachid, el camarero; pero… ¡lo cerraron!
Me decían unos amigos italianos que no entendían cómo aquí un café solo, espresso, era servido en una taza excesivamente grande y llena a rebosar. Tengo que reconocer que los mejores espressos que he tomado en mi vida han sido en Roma. Tampoco entendían cómo un café con leche era servido en el mismo vaso que se sirve una caña de cerveza. Para mí eso es motivo suficiente para dejar el café, lo que me obliga a ir avisando previamente: “café en taza”. Pero… ¿cómo no se va a tomar un café en taza? Taza grande, pequeña o mediana; pero taza. Taza con asa, para no quemarte los dedos, porque explicadme, ¿cómo agarrar un vaso cuando has pedido un café con leche caliente? ¿Con guantes? Hace poco, un tipo que estaba a mi lado pidió un café con leche en vaso de tubo. ¡Toma ya! Yo siempre me he preguntado que quién habrá sido el hijoputa que invento el vaso de tubo y constato que hasta hay personas capaces de tomarse un café con leche en él.
Viajo durante gran parte del año. Duermo muchas noches en hoteles. A media tarde me gusta pasear por las ciudades donde me encuentro y, de paso, buscar esa cafetería donde imagino se servirá un buen café. En algunas ciudades la he encontrado. Muchas, que prometían, me han decepcionado, y otras, sin embargo, me han sorprendido gratamente. Recuerdo el rito del chocolate en ciudades del País Vasco francés, como San Juan de Luz o Biarritz , que comienza en el momento en que entras en la chocolatería y que se prolonga cuando te sientas a la mesa y eres atendido por un camarero. Minutos después, cuando llega el chocolate a tu mesa, y el vaso de agua, y el chantilly, y los bollitos, ya hace tiempo que lo estás disfrutando. Me gusta el café y el rito del café, porque el rito lo hace aun más rico. Pero… ¡lo echo tanto en falta!