No voy a decir su nombre, ni siquiera voy a escribir sus iniciales. Tiene once o doce años y es el mayor de siete hermanos. Vive en un barrio marginal de Madrid, de los más duros y sonrojantes que pespuntean el cinturón urbano. Su padre entra y sale de la cárcel desde que tiene uso de razón, incluso antes (cuando yo lo conocí estaba dentro). Va a un colegio con un grupo de compañeros y compañeras de la misma zona. Un microbús los lleva y los trae todos los días. En el colegio (las aulas, los patios, la bilbioteca, el gimnasio, el comedor…) es uno más y pasa desapercibido. «Es buen alumno y buen chico», me dijo una profesora. Había leído uno de mis libros: «Barro de Medellín«, como el resto de su clase. En el coloquio que tuve con ellos me preguntó que por qué el niño protagonista del libro pensaba que acabaría siendo ladrón. Yo le hablé del barrio de Medellín donde vivía ese niño, duro y pobre, sin darme cuenta de que él estaba pensando en el suyo. A la salida, me alcanzó y se me quedó mirando un instante, luego intercambiamos estas palabras:
-Quería decirte una cosa.
-Dímela.
-Tu libro me ha gusta mucho, pero mucho.
-Me alegra saberlo.
-Y quería decirte otra cosa: escribe más libros como este, por favor.
Y se marchó porque si continuaba hablando conmigo perdería el microbús que debía llevarle de vuelta a su barrio de Madrid, a su barrio sonrojante y mísero, a su casa con olor a leche y pises, a sus incertidumbres, a sus miedos infantiles, a sus carencias y también a sus sueños. La miseria y la injusticia son iguales en todo el planeta.
Cada vez que pienso en ese chico (en ese «buen chico»), en su mirada, en su voz, tengo que tragar saliva.