Me gusta la bicicleta desde niño. Mi padre tenía una muy grande y muy vieja, tan vieja que me contaba que cuando la compró tenía las llantas de madera. Durante algunos años, él fue a trabajar en bicicleta, y entonces no se hacía por una sensibilidad ecológica. Yo empecé a utilizar aquella bicicleta cuando casi no llegaba a los pedales. Por supuesto, no tenía cambio y la mayoría de las veces llevaba los frenos rotos, por lo que tenía que frenar apretando la suela del zapato contra la cubierta. Si te caías desde esa altura, el leñazo era importante.
Ayer, en el horario estipulado, volví a salir con la bicicleta -con la mía, con la actual-. Esa salida nada ha tenido que ver con la que hice dos días antes, a pie, después de tanto confinamiento. Solo sobre la bicicleta, con el aire acariciándome la cara, con el culo dolorido por la dureza del sillín, me di cuenta de que algo empezaba a cambiar, a pesar de que todo sigue siendo raro, muy raro.