Dos días en Berlín no dan para mucho, y más cuando la tarde del segundo día se dedica a una conferencia en el Instituto Cervantes; pero al fin y al cabo ese era el motivo del viaje. La primera sensación es que Berlín está en obras, en remodelación: las grúas y los andamios te asaltan por todas partes. Conocía parte de Alemania, pero Berlín es diferente. Lo dicen los propios berlineses: Alemania es una cosa y Berlín, otra.
Berlín es poliédrica, llena de caras. Quizá lo explique la existencia del muro hasta hace casi veinte años. Parece que todo esta duplicado allí, o triplicado. Pregunté por el centro y me respondieron: ¿Cual de ellos? Es también una ciudad abigarrada por algunas zonas y desparramada por otras, con grandes espacios vacíos (no siempre verdes). Esto último se aprecia muy bien desde lo alto de la torre de telecomunicaciones en Alexanderplatz, a 300 m. de altura. Sensación de amalgama: iglesias y museos monumentales con las líneas aéreas del metro cruzando el espacio, tranvías retorciéndose sobre el pavimento empedrado, edificios de todos los estilos y gustos, bares, terrazas, tiendas, bicicletas… Mucha gente joven y variopinta.
No se puede afirmar, en sentido estricto, que Berlín sea una ciudad de arrebatadora belleza, pero tiene algo especial, un magnetismo del que es dífícil escapar. Además es una ciudad muy paseable, que invita a prescindir del plano de orientación y a dejarse tragar por sus calles, por sus barrios… Fundamentalmente es lo que he hecho: pasear y pasear, lo que significa que únicamente he visto la ciudad por fuera. Solo decidí entrar en un lugar (y creo que no pude haber tomado mejor decisión): el museo de Pérgamo. ¡Que nadie que vaya a Berlín se lo pierda!
Berlín es una de esas ciudades que abandonas con el deseo de volver. Merece la pena, y mucho. Debo regresar para descubrir sus entrañas. Lo anotaré en mi agenda.
¿El acto literario del Instituto Cervantes? ¡Genial!