Es viernes y hasta mañana no se sabrá si Madrid organizará los Juegos Olímpicos de 2020. He leído por ahí que el 91 % de los españoles está a favor, porcentaje que curiosamente baja en Madrid al 83 %. Es decir, diecisiete de cada cien madrileños no desean semejante evento en la ciudad. Teniendo en cuenta que en la Comunidad de Madrid hay alrededor de 7.300.000 habitantes, significa (si no miente la regla de tres) que 1.241.000 están en contra. ¡No es desdeñable la cifra!
Sería bueno conocer los motivos por los que ese millón largo de habitantes de Madrid no desea los Juegos Olímpicos. Estoy seguro de que a cualquiera de esos prepotentes que estos días han inundado los telediarios ondeando la bandera de Madrid, les parecerían motivos banales y hasta ridículos, fácilmente rebatibles. Tal vez tengan razón. Pero creo que sin la campaña mediática a favor de la candidatura, que ya atufa, acallando cualquier pronunciamiento discrepante, el porcentaje en contra podría haber variado sustancialmente. Además, tengo la impresión de que los argumentos a favor son igualmente banales, ridículos y fácilmente rebatibles.
En este país y en esta ciudad, donde la corrupción se ha instalado en todos los órganos de poder, da miedo imaginar unos Juegos Olímpicos, es decir, da miedo imaginar el fango putrefacto sobre el que se levantarán esos juegos. En este país y en esta ciudad, donde la memoria parece afectada por la enfermedad del olvido, todo el mundo parece dispuesto a correr un velo sobre las estafas, engaños, prevaricaciones, nepotismo, abusos, robos…, y a dejarse engatusar con la brillantez de una ceremonia de apertura –que será le mejor de todos los tiempos, faltaría más– y los eventos que le sigan. ¡Un velo! ¿No van a ser estos Juegos Olímpicos un tupido velo sobre la realidad de todos los españoles? Porque lo peor no serían los Juegos en sí, sino lo que nos esperaría hasta entonces. ¡Siete años!
¿Una ciudad es más importante por haber albergado unos Juegos Olímpicos? Decir que sí sería, además de una ofensa para las ciudades que no lo han hecho, mentira. Pienso lo contrario: las ciudades donde se han organizado los Juegos Olímpicos pierden mucho interés y personalidad, se vuelven en cierto modo clónicas. Todas con su estadio olímpico, con su piscina olímpica, con su pabellón olímpico, con su villa olímpica, con su remodelación olímpica, con sus verborreas olímpicas, etc.
Yo –quizá alguien ya lo haya imaginado– formo parte del millón doscientos cuarenta y un mil madrileños que no deseamos los Juegos Olímpicos, sobre todo, con tanto alboroto, pompa, ceremonia, parafernalia… Y, en mi caso particular, no los deseo por la propia Madrid, mi ciudad, la ciudad de mis padres y de mis abuelos. Es la ciudad que más quiero del mundo –y quiero a muchas–. ¡Lo que te espera, Madrid! Los políticos –qué lamentable nuestra representación en Argentina, por cierto– han encontrado el argumento perfecto para entrar a saco en la ciudad, van a actuar a sus anchas y no van a permitir ninguna opinión en contra de sus desmanes, porque de inmediato nos escupirían los propios Juegos Olímpicos a la cara para justificarse. Me temo que de las señas de identidad de esta ciudad -de por sí tan vilmente saqueadas- no va a quedar casi nada, salvo un puñado de tópicos que vender al exterior: la cara más chusca y superficial de Madrid, de la que los propios madrileños aborrecemos.
Creo que fue Dámaso Alonso (lo digo con todas las reservas porque no estoy seguro) quien dijo que todo ser humano, en un momento de su vida, tiene que elegir entre el cerebro y el músculo. En este país, es evidente, se eligió hace tiempo el músculo. Y el olor a sobaco y a camiseta sudada ha acabado atrofiando todos nuestros sentidos. Mañana se verá. Me temo lo peor.