Hoy (ya ayer) he pasado prácticamente todo el día entre artistas (escritores e ilustradores). ¡Y lo he resistido! Todos eran conocidos, en mayor o menor grado, y algunos hasta amigos, también en mayor o menor grado. Presentábamos un libro colectivo sobre los niños de 1808, pero que en realidad se ha convertido en un libro sobre los niños y la guerra. («Homenaje a los niños de 1808«, Ediciones de la Torre), una obra magnífica que bien puede servir de antología de la literatura infantil y juvenil española del momento.
No sé por qué será, pero cada vez me siento más incómodo con los artistas. Me encantan las cosas que hacen -aunque no siempre-, pero no suelen encantarme ellos. Más bien todo lo contrario. No sé qué mecanismo se desatará en su interior -debería decir en «nuestro»- que los convierte en presumidos hasta la horterada, vanidosos hasta el pavoneo, prepotentes hasta el ridículo y egocéntricos hasta la náusea. No obstante, los peores de todos son los que hacen bandera de la falsa modestia. No puedo entenderlo. Me ocurre desde siempre, pero a veces, sin motivo aparente -como una enfermedad inexplicable- se agudiza.
Escritores, pintores, músicos (aparte de otra pintoresca tipología) son los que se consideran a sí mismos artistas. Y si en algún momento de la historia la palabra «artista» tuvo algún sentido, desde luego, hace tiempo que lo perdió. Yo no quiero ser artista. Lo único que he pretendido toda mi vida ha sido ser escritor, sencillamente. Quizá por eso cada día me sienta más incómodo entre ellos. Aunque bien pudiera ser que la incomodidad y el hartazgo no me lo produjeran los artistas, sino la propia Literatura. De ser así, tendré que plantearme dejar de escribir y aprender a jugar a la petanca. Se lo comentaré a mi médico, o a mi abogado, o a mi psicólogo, o a mi vecino que está en el paro.