Mi colegio estaba en el límite de mi barrio, Carabanchel, con el campo. Hoy se encuentra en el mismo lugar, aunque hace mucho tiempo que dejó de estar en el límite. Era fantástico que el colegio se encontrara justamente allí, que él mismo sirviera de frontera. A un lado, Madrid, mostrando su cara más inquietante y proletaria; al otro, desmontes, terraplenes, pinares, huertas, arroyos malolientes… Para los niños de entonces era una suerte.
Mi colegio estaba en un lateral de una inmensa finca, con palacio incluido, que fue quinta de recreo de Godoy. Fue un regalo de la propia reina María Luisa de Parma a su favorito en 1803. Si recordamos hechos muy recientes de la monarquía española descubrimos que no han cambiado mucho las cosas en dos siglos.
Al recordar mi colegio he recordado también una anécdota, que es la que quería contar. En la finca había una piscina, seguramente vestigio de antiguos propietarios. La recuerdo gris y un poco abandonada. Era, por supuesto, un lugar vedado, prohibido. Por eso mismo, a los alumnos –no había alumnas ni profesoras, era un colegio solo masculino– nos fascinaba aquella piscina sucia. Muchos días de invierno la superficie se helaba y algunos, aprovechando la media hora del recreo, nos atrevíamos a cruzarla. Era una temeridad, pero caminar sobre el hielo nos provocaba una emoción difícil de explicar.
Un día, mientras la cruzábamos, se rompió el hielo y Fernando se coló dentro. Menos mal que lo hacíamos por la zona que menos cubría y que él ya se encontraba al lado de la orilla. Pudo salir sin problema, eso sí, empapado hasta la cintura. Como es lógico se enteró el profesor, nos puso un buen castigo y a Fernando se lo llevó a la clase, le hizo quitarse la ropa mojada y le dio una manta para que se tapase. Durante el resto de la mañana la ropa de Fernando se estuvo secando delante de la estufa. Creo que todos estuvimos aquel día más pendientes de sus pantalones y de su prendas interiores, que de la pizarra.
A la hora de salida, la ropa de Fernando ya estaba seca y, cómo él aseguraba, calentita. Después de vestirse se marchó a su casa tan tranquilo. Entonces nadie nos acompañaba ni nos recogía en la puerta del colegio. Y muchos, con diez, once o doce años, hasta teníamos que coger el autobús. Estoy seguro de que Fernando ni se lo diría a sus padres, pues de lo contrario se ganaría un buen pescozón. Y si alguien está pensando que el colegio informó a su familia de lo sucedido, que lo descarte de inmediato. Así eran las cosas antaño.