Hace dos o tres meses, en plena primavera, en un encuentro con niños en algún colegio de España, un pequeñajo me hizo esa típica pregunta de… ¿y qué estás escribiendo ahora? Yo le respondí que la primavera era la época del año en la que menos escribía y, antes de explicarle los motivos –que tenían que ver con los muchos compromisos adquiridos para encuentros, charlas, coloquios y otros menesteres supuestamente literarios, que suelen centrarse casi siempre en esta estación–, él afirmó con la cabeza, como dando a entender que lo había comprendido todo sin necesidad de explicaciones y dijo en voz alta: “Claro, por las alergias.”
Por fortuna, nunca he tenido alergia física a nada –otra cosa distinta sería la alergia psicológica o intelectual o existencial que me causan algunos individuos, algunos hechos y algunas situaciones–. Por consiguiente, no es la alergia la que me impide escribir siempre en primavera, sino esa cadena de compromisos –cada vez con más eslabones– que me atenaza año tras año. Quizá sea injusto al usar el término “cadena”. En primer lugar, porque nadie me obliga a esos compromisos; en segundo lugar, porque hay una parte muy positiva y enriquecedora, que me ha alimentado y me alimenta como ser humano, y a la que debo mucho. Para mí, entre otras cosas, es devolver algo a los lectores; una mínima parte de lo que ellos me dan.
Pero, en fin, acaba de terminar la primavera y empieza el verano. Y en verano, como diría Sabina, sobran los motivos. Ahora empieza una vez más mi verdadero trabajo: escribir. Tengo varios meses por delante. Vuelvo a ser dueño de mi tiempo. En mi cabeza bullen varias historias. Tengo suerte, nunca me he quedado sin ideas. Tengo suerte, nunca me he quedado sin ganas. Al contrario de Bartleby, el escribiente, preferiría hacerlo. Y entre las cosas pendientes, estaba este “Falso Diario”, más abandonado que nunca. Mis “mirones” se habrán marchado a mirar a otra parte. Por cierto, ¡qué calor hace en Madrid! Es el momento de ponerse a trabajar.