Antes la había conocido fugazmente en Tenerife, pero en realidad todo empezó en el aeropuerto de Barajas. Estaba algo nerviosa, ya que era la primera vez en su vida que tomaba un avión. Si no vieja del todo, era de las que ya se encontraba en el umbral de la tercera edad. Se notaba en sus andares algo descompuestos, en su pelo que blanqueaba y, sobre todo, en su mirada.
Lo nuestro nunca fue un idilio y ambos teníamos claro que no estábamos enamorados. Creo que a ella le molestaban mis maneras bruscas y, por supuesto, a mí las suyas. Pero ahora lo pienso y creo que, a pesar de todo, nuestros tres años de relaciones nunca se limitaron a ser una simple coexistencia pacífica. Hubo algo más. Hubo momentos en que ella se sentaba con el cuidado que le imponía su artrosis, se acomodaba entre los cojines y me miraba. Y yo la miraba a ella. Eran las miradas de dos seres silenciosos, es decir, las únicas miradas que merecen la pena. Y ella debía de pensar: “¡Si yo te contase!”. Y yo pensaba también: “¡Pues si yo te contase a ti!” Y quizá sin darnos cuenta nos contábamos algo.
Si extendía el brazo, se acercaba, pues no era cuestión de desaprovechar una caricia.Conmigo dejaba aparte el resto de su vida –siempre había otros con quien correr, jugar, saltar, reír–. Nosotros nos mirábamos como solo saben mirarse los que ya tienen cierta edad. Y por ese motivo, yo soy la única persona que conoce el secreto de sus ojos tristes, de su aire melancólico, de su porte indolente. Pero no te preocupes, amiga, que no lo revelaré. Como yo no creo en nada, sé que no volveremos a vernos ni en cielos, ni en arco iris, ni en gaitas. Pero tú y yo estábamos de acuerdo en aquello de vivir en los recuerdos de los demás. Así que, por ahora, aún te queda una larga vida. Estás palabras improvisadas son una pequeña prueba de lo que digo.